En esas tardes, sorprendentemente, sientes que la filosofía está contigo y te planteas involuntariamente dilemas complicadísimos sobre las cuestiones más injustas de la vida (ese tipo de cosas que deseaste que se te ocurrieran en aquella cita con el tipo intelectual que conociste al teatro, tratando de sorprenderle). Cuestiones realmente importantes que, aunque tú casi ni las ves, siempre están ahí, pero que solo visitan tu cabeza en este tipo de tardes.
Algo más tarde, también acuden a ti, silenciosamente, la culpa y los remordimientos, consiguiendo que salte una lagrimita de tus ojos recientemente humedecidos. Te das cuenta, por fin, de los errores cometidos hasta hoy, y prometes que mañana serás mejor que ayer, sin saber que es la misma promesa de siempre, esa que aún te espera impaciente para ser cumplida.
De pronto, sientes que la soledad se pega a ti como si de tierra mojada se tratara. Coges impulsivamente el teléfono, y marcas el mismo número dos veces (porque la primera vez los nervios han conseguido que te equivocaras), esperando que esa personita coja el teléfono para rescatarte de una tarde que por ahora parece precipitarse hacia la locura y la desesperación. Uno, dos, tres pips. Al cuarto deseas romper el auricular, y al quinto lo tiras al suelo con toda tu rabia (¿y qué culpa tiene el auricular de tu momentáneo estado de paranoia?).
Sola. Estás sola. Tu novio, tu amiga (o amigo) del alma, o ese desconocido con el que confías plenamente no están ahí para salvarte.
¿Y qué haces entonces? Vienes corriendo al ordenador, te sientas frente a él, y tratas de escribir unas pobres líneas que logren sacarte de ese extraño estado que ahora mismo te domina.