De pronto, el chico cerró los ojos, llorando de rabia, sin una pizca de esperanza. Yo debía hacerme el fuerte, para intentar hacerle creer que todo pasaría, que no estaba tan mal. Debía ser fuerte ni que fuera tan solo para animarle... Pero no podía, era incapaz de contener esas lágrimas que recorrían mis mejillas, con destino a sus débiles y temblorosas manos.
Ya no quedaba nadie por la calle. Sólo nos acompañaba el rumor de los eucaliptos y la intensa luz de la luna, que empalidecía aún más el rostro de aquel pobre niño inocente.
Yo quería ayudarle, pero algo en mi interior me decía que lo mejor sería dejarle morir. No tenía casa, no tenía familia, sólo se tenía a él mismo y a su inoportuna enfermedad.
Por un momento deseé intercambiarme los papeles con él. Ser yo el enfermo, y él un niño libre y feliz. ¿Por qué él? ¿Por qué él, que le quedaba tanta vida por vivir, tantas experiencias, momentos y sentimientos que experimentar? ¿Por qué?
La naturaleza es a veces tan injusta... Pero el destino dijo que le había tocado a él, y yo no podía hacer nada por modificarlo. Entre llantos y silencios nos dormimos, bajo aquel despiadado frío de enero, yo envuelto por la incertidumbre y la rabia, él por la muerte que finalmente le arrebató la vida...
Que verdad.
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